Por Alfredo Zaiat
La fuga de capitales es un potente perturbador de la estabilidad económica. Ese drenaje de recursos hacia el exterior se explica en la literatura tradicional por la pérdida de confianza de los principales agentes económicos, precipitada por incertidumbres políticas o por alteraciones bruscas de variables financieras clave, como el tipo de cambio. La salida de capitales también es una vía de canalizar fondos ilícitos, ya sea los obtenidos en negocios prohibidos por ley o los acumulados por evasión fiscal. La fuga de capitales no es un problema contemporáneo, sino que es un comportamiento económico-social que empezó a verificarse desde que la función del dinero pasó a ocupar un papel relevante en las sociedades modernas a partir del siglo XVIII. Pero la aceleración de ese proceso se registra con la expansión de mercados de capitales en el siglo pasado, hasta su consolidación hegemónica desde la década del ochenta. El impacto sobre las economías que padecen la fuga es fuerte en materia de deterioro de las perspectivas de desarrollo. Esos capitales que se retiran del circuito local implican una reducción notable de la potencialidad del crecimiento económico y del empleo. Esa retracción deriva también en mermas en la recaudación impositiva que debilitan el funcionamiento del Estado y, por lo tanto, afectan en forma negativa en la distribución del ingreso. Frente a ese escenario que es muy conocido en Argentina desde hace más de treinta años, resulta llamativa la morosidad de los responsables de organismos estatales para intervenir con más energía para controlar y regular el movimiento de capitales. Más aún cuando desde mediados del año pasado empezó a contabilizarse una sostenida y creciente fuga de capitales. A diferencia de otros episodios similares, la característica de esta huida no se gatilló por las conocidas inestabilidades macroeconómicas de restricción externa, atraso cambiario o debilidad de reservas. Se encadenó en sucesos que comenzaron con la crisis de las subprime previo a las elecciones presidenciales que ganó el oficialismo, siguieron con el lockout agropecuario, continuaron con la caída del Muro de Wall Street y ahora con el proyecto que pone fin a las AFJP. La fuga de capitales no ha sido sólo la exteriorización de incertidumbre económica o política. Está expresando el poder de veto de los sectores dominantes. Economistas que eluden las barreras del saber convencional sostienen que ese veto busca inhibir políticas públicas dirigidas a mejorar el reparto de la riqueza.
Los economistas Jorge Gaggero, Claudio Casparino y Emiliano Libman explican en un documento publicado por el Centro de Economía y Finanzas para el Desarrollo de la Argentina (La fuga de capitales. Historia, presente y perspectivas) que ese poder de veto lo “ejercen sobre los hacedores de política pública al avalar o desaprobar con ingresos o salidas netas de capitales, respectivamente, las decisiones clave de las autoridades responsables del manejo de la economía local”. En otros términos, señalan que “la ecuación fundamental de las democracias representativas modernas ‘un ciudadano, un voto’, sería reemplazada por la expresión ‘un dólar, un voto’”. Esta definición adquiere relevancia porque permite una mejor comprensión de la actual dinámica de dolarización de carteras de inversión de grandes empresas y bancos, así como la intensificación de la fuga de capitales en los últimos 16 meses. Este proceso se está registrando en un entorno macroeconómico con un tipo de cambio elevado, no tan alto como en el período 2002-2006, pero igualmente competitivo, y con persistentes superávits comerciales, que asegura el abastecimiento neto de divisas, eludiendo así la histórica restricción externa. Ese poder de veto de los sectores dominantes tiene como ejército disciplinado a economistas de la city en la tarea de confundir y agudizar la incertidumbre. La actual fuga tiene más que ver con “el poder de veto” que con condiciones objetivas de la economía, situación que la insistente prédica de catástrofes busca debilitar generando inseguridad para retroalimentar la dinámica de la salida de capitales. Si ese escenario se aborda simplemente como una tradicional corrida, que es lo que ha estado haciendo el Banco Central con una inocencia sugestiva, se habrá elegido un camino equivocado para frenarla.
La autoridad monetaria se ha concentrado en intervenir en el mercado cambiario para amortiguar los efectos de la fuga, desatendiendo una necesaria estrategia de regulación y control del complejo sistema financiero. Esa política refleja la lógica conceptual neoliberal de participación del Banco Central en el mercado, al ubicar a la autoridad monetaria como el más grande jugador en la plaza cambiaria por la acumulación de abundantes reservas. No se trata de ser solamente más fuerte en la puja especulativa, sino que el Central además de su fortaleza financiera debe instrumentar medidas de regulación para evitar movimientos perturbadores de la estabilidad macroeconómica. Tuvo que producirse un fuerte desequilibrio cambiario para tomar la decisión de entorpecer una tradicional operación de fuga conocida por todos en la city y por supuesto por parte del Banco Central: “contado con liquidación”. Más allá de cómo se instrumentaba esa transacción, se había constituido en la vía de escape de los dólares que ha estado abasteciendo en forma inercial la entidad monetaria desde hace meses.
El Banco Central bajo la conducción de Martín Redrado tampoco ha podido frenar esa fuga con la compra de títulos públicos, estrategia que se reveló con poca pericia. En lo que va de este año ha adquirido poco más de 10 mil millones de pesos en bonos, con más intensidad a partir de junio, sin lograr frenar el derrape de sus cotizaciones. En lugar de comprar los títulos de vencimiento más próximo para frenar la corrida se dedicó a adquirir bonos de largo plazo, en especial los de Descuento, que nacieron con la reestructuración de la deuda en default. Además de comprar a precios máximos, que hoy implican un quebranto considerable para las arcas de la entidad, y de facilitar utilidades a los tenedores de esos activos que estaban en huida de la plaza local, implementó una intervención descoordinada con la Secretaría de Finanzas. Esto implicó una pérdida de eficacia en esa necesaria participación del sector público en el mercado financiero para desalentar la fuga de capitales.
Pese a ese desfavorable resultado, el Banco Central, que en estos años poco ha cambiado la normativa ortodoxa para el funcionamiento del sistema financiero, se encuentra aislado de observaciones críticas sobre su política. La preocupación que muestran el poder económico y los grandes medios sobre el destino de las cajas previsionales no la tienen en igual medida acerca del manejo de una cartera de inversiones millonaria por parte del Banco Central, que incluye la administración de reservas, compraventa de títulos públicos y operaciones cambiarias. Esa peculiar diferencia en la inquietud republicana por la seguridad jurídica y los fondos públicos por parte de las corporaciones económicas no es una buena referencia para la conducción del Banco Central. La ruptura con el pensamiento conservador que pretende el kirchnerismo requiere también modificar el funcionamiento de estructuras del Estado que han sido colonizadas por cuerpos técnicos que responden a la lógica neoliberal.
En todo el mundo la política de regulación pública del sistema financiero siempre va detrás del mercado. Tiene que adaptarse permanentemente. Por ejemplo, en el caso local, operadores de la city se reunieron un día después de que se trabó la fuga vía “contado con liquidación” para encontrar otro mecanismo para poder enviar divisas al exterior. Los economistas John Eatwell y Lance Taylor en el libro Finanzas globales en riesgo aconsejan que “las autoridades reguladoras deberían cumplir –en la médula de su organización– una enérgica función de política integrada, un programa continuo de investigación que determine e impulse todas las demás actividades”. Agregan que “la característica fundamental de los mercados financieros es el dinamismo sin remordimientos”, para concluir que “es inevitable que, dada la velocidad del cambio, el regulador deba acompañar varios ritmos dentro del mercado”. Para ello, la administración kirchnerista requiere comprender que la regulación financiera no son llamados por teléfonos a los principales jugadores del mercado para que dejen de comprar o para que vendan dólares, sino normas precisas y claras de la autoridad de control para disciplinar con la ley a los agentes económicos acostumbrados al poder de veto.
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