sábado, 6 de diciembre de 2008

Central

Por Alfredo Zaiat

La economía global está transitando un sendero que desconcierta a los líderes de las potencias porque, fundamentalmente, no están preparados en términos conceptuales para enfrentar la presente crisis. Una generación de políticos, tecnócratas y economistas del establishment se ha educado, ejercido el poder y convencido a mayorías durante décadas de que el mercado libre y autorregulado impulsará el crecimiento y sostendrá el círculo virtuoso del desarrollo, con un Estado subsidiario definiendo normas estables para la expansión del capital. Pese a que por esa vía el resultado ha sido crecimiento, pero con aumento de la desigualdad y extensión de la pobreza, la hegemonía que desplegó ese poder permitió intensificar esa cosmovisión del mundo hasta naturalizarla en gran parte de las sociedades. La caída del Muro de Wall Street expuso con contundencia la debilidad y las miserias que distribuye esa forma de funcionamiento de la economía. Frente a la coordinada recesión en las potencias, panorama desconocido para los líderes de esta época, el problema dramático no es que los hacedores de la política económica no intentan frenar la crisis, sino que no saben hacer otra cosa que impulsar medidas que no terminan de ponerle un dique. Esto se debe a que ha estallado su visión de toda la vida sobre cómo ordenar la economía. Un ejemplo de esa desorientación es que, a pesar de los paquetes billonarios en dólares, el desempleo registró rápidamente una fuerte alza con tendencia a seguir subiendo. También queda exhibido en forma patética en la labor de las bancas centrales, que han dispuesto una batería de iniciativas tradicionales (disminución de la tasa de interés, líneas de financiamiento, entre otras), e incluso algunas inéditas (salvataje de una compañía de seguro por parte de la banca central –la FED rescató a AIG–). A pesar de ese hiperactivismo, que continúa con el festival internacional de reducción de tasas de interés, brindando garantías para amortiguar la debacle de los créditos subprimes, comprando acciones de bancos y hasta participando en la liquidación de fondos de inversión ajenos a la regulación pública, el deterioro de esas economías no se detiene abriendo el interrogante sobre si la actual recesión no mudará en depresión.
Uno de los principales síntomas de la fragilidad estructural para contener la onda expansiva de la crisis se encuentra, precisamente, en la casi ausencia de cuestionamientos al papel que están desempeñando las bancas centrales. Como si se tratara de instituciones intocables, con funcionarios encerrados en una torre de cristal, están exceptuadas de observaciones condenatorias en los grandes medios y en el mundo de la política. Resulta peculiar ese privilegio porque son los principales responsables del actual desastre financiero. Esa cobertura de impunidad existe por la falsa idea de prevención acerca de no crear incertidumbre en la población. Esta protección, revestida en infinidad de papers académicos y de opiniones de gurúes en los medios de comunicación, se ha consolidado en las últimas décadas para servir como vehículo para defender los negocios del poder financiero en detrimento de los intereses de la mayoría de la población. Detrás de la figura de la “independencia” de la banca central, concepto que el discurso dominante ha dispersado triunfalmente, se toman decisiones que provocan la redistribución de ingresos de los sectores más vulnerables hacia los grupos más concentrados de la economía. Frente a la indudable carencia conceptual que tiene el neoliberalismo para enfrentar la crisis, el primer paso para empezar a construir una estrategia de recuperación es romper el cerco y abrir al debate sobre el rol que debe cumplir la banca central, en particular en una recesión global.
Al respecto, en el terreno doméstico, pese a que el canal financiero de contagio estaba obturado por la traumática experiencia del default, elevadas reservas, excedentes de dólares comerciales y escasa profundidad del sistema local por su bajo nivel de endeudamiento, el Banco Central ha diseñado una estrategia de intervención que convocó a la crisis. Desde abril y con más intensidad desde junio, la entidad monetaria comenzó a comprar títulos públicos para supuestamente defender sus cotizaciones. Sin coordinar esa participación con la Secretaría de Finanzas, hasta octubre el BC había adquirido unos 10 mil millones de pesos en bonos, en especial el Descuento en pesos y el cupón ligado al PBI. Esa intervención realizada a través de la mesa de dinero del Central, a precios máximos de la jornada y privilegiando de contraparte a dos bancos de plaza, provocó la disparada del riesgo país e invitó al fantasma del default cuando no estaban presentes las condiciones para ese evento. Esto se instaló porque esas compras de títulos públicos con vencimientos de largo plazo provocaron lo que los especialistas denominan la inversión de la curva de rendimientos soberanos (los bonos de corto plazo pasaron a ofrecer una renta más elevada que los de largo, cuando la lógica de mercado es al revés). Así se estableció la sensación de default. Además de la temporaria pérdida patrimonial para el BC por la caída de las cotizaciones, esas compras no influyeron en la baja del riesgo país, como argumenta la conducción de la autoridad monetaria para defender su política, porque esas series de bonos no forman parte de la canasta que define ese indicador (EMBI). Tampoco esas compras eran necesarias para dotar de liquidez al sistema financiero, otro de las defensas esgrimidas por el BC, porque en esos meses las entidades no necesitaban de fondos. Y en caso de haberlo necesitado, usualmente las bancas centrales llevan a cabo políticas de liquidez a través de compraventa de títulos de corto plazo del Tesoro o del propio Central. En este caso, hubiera sido a través de la recompra de los papeles Lebac o Nobac y no de bonos Descuento.
En ese escenario, el Central también relajó los controles de capitales y sólo recién por iniciativa de la Comisión Nacional de Valores –organismo que conoce el titular del BCRA, Martín Redrado, porque fue su presidente durante el gobierno de Carlos Menem– se entorpeció la maniobra de fuga de capitales con títulos públicos. Hasta ese momento el BC se resistía a definir lo que se denomina “simultaneidad” en las operaciones, vacío regulatorio que permitía el “contado con liqui”. Esa transacción se instrumentaba comprando los bonos en Buenos Aires con venta simultánea en Nueva York, eludiendo así, por la falta de regulación del Central, el tope de dos millones de dólares permitidos para girar al exterior. De esa forma, además de instalar la sensación de default, acompañó la fuga de capitales con pérdidas importantes de reservas. La CNV trabó esa huida, como también lo hizo la semana pasada con transacciones similares a través de acciones, en especial con Tenaris.
La errática política cambiaria, al dejar apreciar innecesariamente el peso durante el conflicto con el sector del campo privilegiado, abarató el costo de la fuga de capitales. Luego, para contrarrestarla el BC impulsó la elevación de las tasas de interés para retener depósitos y desalentar la compra de dólares. Pero los bancos subieron más proporcionalmente las tasas para créditos, estrategia que tuvo al Central como espectador. Así el sistema financiero privado registró en septiembre y octubre, en meses críticos de la crisis, ganancias extraordinarias que triplicaron lo contabilizado hasta esa altura del año, tal como lo reveló el suplemento económico Cash el domingo pasado. El alza de la tasa de interés en los créditos disminuye el ingreso disponible del consumidor, lo que implica un factor de contracción del nivel de actividad.
En este período histórico de las finanzas globales que llegó a su fin, las bancas centrales hicieron de la “independencia” un postulado indiscutible, dogma que las habilitó a favorecer por diversos mecanismos al poder financiero bajo el paraguas de la búsqueda de la estabilidad y la preservación del valor de la moneda. El ocultamiento de sus deficiencias por parte de analistas, economistas de la city y el arco político revela complicidad con ese poder, a la vez de debilidad conceptual para comprender las características y magnitud de la crisis internacional. La tarea de empezar a develar las estrategias de las bancas centrales que profundizan la crisis resulta tan relevante como la centralidad del Estado, desplazando al mercado libre y autorregulado, para conducir la economía en esta etapa turbulenta con el objetivo de proteger a las mayorías postergadas de los efectos del terremoto financiero global.

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