Por Alfredo Zaiat
En la sucesión de discursos y artículos sobre los 25 años de democracia en muy pocos se ha enfatizado la influencia del poder hegemónico en las crisis y desencantos en el mundo de la economía y, por lo tanto, en las expectativas sociales durante ese período. En esa misma línea del descuido por esa omisión tampoco ha sido destacado el rol que tuvieron los economistas profesionales, como voceros de los intereses de ese poder asumiendo la tarea de relatores y protagonistas del profundo deterioro de las condiciones materiales de las mayorías. De esas varias figuras conocidas que habitualmente circulan por gran parte de los medios de comunicación, Domingo Cavallo es el símbolo de esa asociación promiscua entre el economista del establishment y el poder económico que se enriqueció y consolidó en esos años. Un grupo de argentinos residentes en París realizó un relevante aporte para que Cavallo volviera al lugar que le corresponde en esa historia, y no el que aspira a ocupar con la connivencia de ciertos sectores. Sólo la impunidad que detenta el poder ha permitido que uno de los responsables de la estatización de deudas privadas (1982), la renegociación del Plan Brady, las privatizaciones y la convertibilidad (década del ’90) y el megacanje y el corralito (2001), acontecimientos que marcaron, por herencia de la dictadura y por derecho propio, estos 25 años de democracia, regresara a los medios a realizar pronósticos de catástrofes y a brindar consejos sobre lo que se debe hacer en materia económica. Es fundamental develar la compleja trama de complicidades, negocios y financiamiento entre el poder y la figura del economista rey, que establece qué es lo que se puede y no se puede hacer en materia de política económica. Con un discurso acerca de lo económico pretendidamente técnico se ocultan intereses políticos y sectoriales. Esos economistas poseen el invalorable aporte de lo que se denomina la sociedad del miedo, que convierte a las mayorías en masas ansiosas por saber qué va a pasar en un mundo lleno de incertidumbre. Ellos se presentan como los portadores de ese saber, constituyendo de ese modo un increíble engaño colectivo. Para desencanto de esa grey incrédula que busca el imposible, puede resultar conveniente señalar que esos economistas no saben qué va a pasar. Más bien, no tienen la menor idea sobre qué puede suceder en la economía, y han dado muestras de esa ignorancia en los últimos años con sus análisis y estimaciones fallidos. Pese a esos fracasos tienen el extraño don del que carecen arquitectos o médicos, que cuando se equivocan quedan fuera de sus respectivas profesiones. Los economistas de la city, en cambio, no padecen consecuencias pese a sus reiterados pronósticos-deseos errados.
En el libro La impostura de los economistas (Ediciones de la Flor), el profesor francés Michel Musolino empieza señalando que el discurso dominante muestra que “no hay economía sin predicción” y que “la economía no es útil si no es capaz de dar indicaciones precisas sobre las decisiones que hay que poner en práctica”. Predecir es el imperativo fundamental del economista y no es de ningún modo una actividad conexa a su objeto de estudio. Los políticos y las empresas no deberían tener entonces problemas para moverse en las aguas turbulentas de la coyuntura porque el economista ofrece un instrumental sofisticado y un ejército de técnicos y de estadísticas para saber lo que va a pasar. “Aquí es donde se empecinan más ostensiblemente en el error”, señala Musolino, recuperando una definición del especialista Michel Godet, que ha trabajado muchos años en el Observatorio Francés de Coyunturas Económicas: “Los constantes errores de predicción han dejado su huella en la historia económica de la sociedad industrial. Lo grave no es tanto la existencia de éstos, sino el olvido sistemático de los errores pasados cuando se establece la predicción. Cuanto más estrepitosos son sus fracasos, más triunfante se muestra”. Para concluir que “el error es tan frecuente que bien podría acabar por presentarse como una de las principales características de la predicción”.
Esa forma de abordar la cuestión económica genera una sucesión de yerros que no serían relevantes si no fuera porque tiene su repercusión en medios de comunicación, en tomadores de decisiones y en futuros economistas. Y, en especial, porque son formadores importantes de expectativas. Un ejercicio contrafáctico podría determinar cuánto han sumado en la incertidumbre de los protagonistas de la economía tantos pronósticos pesimistas –y equivocados– de los últimos años y, por lo tanto, en el costo asociado a ese escepticismo. En los hechos, esos profesionales manifiestan limitaciones en abordar las raíces de los acontecimientos de la historia reciente y relacionarlos desde el análisis económico con los procesos sociales y políticos. La debilidad de las sociedades modernas y dependientes es que están atrapadas del discurso de esos economistas que en forma permanente emiten mensajes de que algo malo puede suceder si no se hace lo que ellos dicen, cuando en realidad sus propuestas están dirigidas a defender el interés de una minoría.
Además de ser funcionales a los intereses de los grupos económicos y de ayudar al disciplinamiento social presentando escenarios de fatalismos inmediatos, varios de esos economistas han pasado a un estadio superior en esa profesión. Se han erigido en defensores de multinacionales que están litigando contra el país, reclamando montos millonarios en tribunales internacionales parciales (Ciadi, del Banco Mundial), que en caso de un fallo adverso implicaría una carga pesada para toda la sociedad. Ya no se trata solamente de errores de pronósticos, sino que es la exteriorización de un cinismo mayúsculo. Advierten en sus presentaciones ante esos tribunales sobre supuestas debilidades de la macroeconomía, pero con su labor profesional suman dificultades financieras a las cuentas públicas. En esa tarea “profesional” se encuentran economistas que fueron funcionarios públicos. En la mayoría de los casos, ocuparon cargos clave en el gobierno durante el proceso de privatización de las empresas de servicios públicos. Varios elaboraron los pliegos de concesión, les pusieron precio a las compañías estatales, concretaron las ventas, asesoraron en materia legal, diseñaron los marcos regulatorios y tuvieron a su cargo las modificaciones normativas que se introdujeron en los años posteriores. Durante los noventa cumplieron esa tarea o fueron propagandistas de la liquidación de activos públicos. Ahora se desempeñan en el sector privado con ese mismo objetivo. O sea, trabajan para esas grandes empresas. Han testimoniado a pedido de las privatizadas y otras compañías extranjeras en los juicios que se llevan adelante contra Argentina en el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (Ciadi), un tribunal dependiente del Banco Mundial que deberá decidir si corresponde indemnizar a esas compañías por la pesificación y el congelamiento de tarifas.
La historia de los 25 años de democracia es incompleta si no se incorpora en el relato la expansión del poder hegemónico mientras la economía se derrumbaba. Esa historia también quedará fragmentada si no se suma en ese período la tarea de los economistas del establishment, que hoy siguen ofreciéndose como pitonisas de un saber oscuro pese a los resonantes fracasos que acumulan en su haber en estos fascinantes años de democracia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario