Por Alfredo Zaiat
En el ámbito de las ciencias políticas ha pasado a ser habitual el concepto Estado fallido. Esta idea impulsada por académicos y think tank estadounidenses de corrientes ideológicas diversas considera, entre otros aspectos, que esos Estados no pueden brindar adecuadamente los servicios básicos a la población y, por lo tanto, pierden legitimidad política en un contexto de creciente violencia social. Noam Chomsky en su libro Estados fallidos interpela al pensamiento convencional que incorporó en esa categoría a países de la periferia, destacándose en la región los casos de México y Colombia, y muestra cómo Estados Unidos comparte rasgos de Estados fallidos. Chomsky sostienen que éstos son aquellos que carecen de capacidad o voluntad para proteger a sus ciudadanos de la violencia y quizás, incluso, de la destrucción y se consideran más allá del alcance del derecho interno e internacional. Afirma, además, que padecen de un grave déficit democrático que priva a sus instituciones de su auténtica misión. El análisis económico tiene la posibilidad de apropiarse de esa idea para tratar de comprender situaciones domésticas que el discurso dominante presenta con naturalidad. Por caso, el conflicto abierto entre el gobierno de Venezuela y el Grupo Techint que ha provocado la reacción del establishment local y trasnacionalizado. Las críticas al proceso político y económico de Hugo Chávez, su engañosa extensión a la realidad doméstica y la presión con claque opositor para debilitar el Mercosur expulsando a Venezuela ha sido la manifestación más contundente de la existencia en Argentina de una “burguesía fallida”.
Los argumentos para aislar a Venezuela refieren a que el objetivo planteado por Chávez de transformar a ese país en una economía socialista anticipa su alejamiento del carácter de “economía de mercado”. Por ese motivo no debería formar parte del Mercosur, sostienen las principales cámaras patronales, actuando de vocero de esa posición el secretario de la UIA, José Ignacio de Mendiguren, el mismo que como ministro de Producción del gobierno de Eduardo Duhalde impulsó la pesificación asimétrica, provocando una transferencia millonaria de recursos a los grupos económicos, entre ellos Techint. Esa anacrónica reacción empresaria envuelta en una supuesta defensa de intereses nacionales, cuando al mismo tiempo decenas de pymes y no pocas grandes están expandiendo sus negocios en el marco de acuerdos de integración regional con Venezuela, ha quedado descolocada. En esa misma semana, la Organización de los Estados Americanos (OEA), con el acuerdo de los 34 cancilleres de los países miembros, enterró la resolución que hace 47 años expulsó a Cuba de esa organización por haber asumido la ideología marxista-leninista y aliarse al bloque soviético. En ese contexto latinoamericano, plantear la expulsión de Venezuela del Mercosur se presenta fuera de época. Además, pese a la existencia de conflictos sobre la propiedad de grandes empresas entre el gobierno de Chávez con otros países integrantes del bloque en ningún caso sus respectivas cámaras patronales exigieron con semejante intoxicación ideológica el desplazamiento de Venezuela del Mercosur.
Esa avanzada, además de la defensa corporativa del Grupo Techint, tiene el objetivo de limitar la intervención del Estado en la economía. En especial, el poder está inquieto por la designación de directores y síndicos en empresas que la Anses detenta paquetes de acciones relevantes. El análisis tosco sobre la “chavización” de la administración kirchnerista no tiene otros elementos que lo sustenten que anteojeras ideológicas o intereses ocultos. En esa instancia, con esos comportamientos se hace presente en toda su dimensión el concepto de “burguesía fallida” para la economía argentina.
En una economía capitalista la burguesía desempeña un papel central, y en términos históricos fue revolucionaria al desplazar el régimen feudal. Pero también lo ha sido en el desarrollo de las fuerzas productivas con innovaciones e inversiones que fueron alterando el sistema de producción y el orden social, expandiendo sus fronteras hasta lugares remotos del planeta. Es abundante la literatura acerca del comportamiento y características de las clases dominantes. La de Argentina actúa como cualquier otra que busca maximizar ganancias y su acción no está determinada por razones “culturales”, vinculadas con corrientes inmigratorias o creencias religiosas, como sostienen ciertos especialistas. Pero lo cierto es que los grandes industriales son parte importante del fracaso del desarrollo económico local a pesar de contar con el apoyo de gobiernos de distinto origen. A pesar de recibir amplios y diversos beneficios fiscales y financieros no pudieron ser un agente dinámico de un modelo de acumulación competitivo.
Un sendero a transitar para tratar de comprender ese comportamiento remite a evaluar a esos industriales como un sector rentista. Esta característica tuvo una espontánea manifestación con la venta al mejor postor de sus empresas en los últimos veinte años, para girar parte de esos fondos al exterior y otra para volcarlos a la compra de campos y a la producción agropecuaria. Esto impulsa a considerar que la existencia de una “burguesía fallida” está asociada a un modelo de desarrollo latifundista, con rentas extraordinarias obtenidas por las ventajas comparativas a nivel internacional del campo argentino, que terminó conformando una clase dominante periférica y dependiente. Esto explicaría la vocación por la especulación financiera, la imposibilidad de constituir una base industrial medianamente desarrollada pese a los millonarios subsidios otorgados por el Estado y la tendencia a reorientar excedentes a la compra de campos y a la actividad agropecuaria.
El economista Andrés López escribió el documento Empresas, instituciones y desarrollo económico: un análisis general con reflexiones para el caso argentino, publicado en el Boletín Techint (Nº 320, mayo-agosto 2006), que es muy ilustrativo para acercarse a la complejidad de la burguesía nacional. López sostiene que “el estudio de la conducta empresaria es clave para entender mejor el funcionamiento de los mercados y la dinámica de la competencia, sino que también es central para comprender los diferentes estilos y alcances de los procesos de desarrollo económico a nivel nacional”. Describe en forma esquemática que investigadores de izquierda y liberales cuestionan, con distintas bases conceptuales arribando a la misma conclusión, el comportamiento de la burguesía local. Los primeros destacan que debido a su carácter rentístico o especulativo no fue capaz de liderar un proceso de acumulación basado en la innovación y la inversión en capital físico y humano. Por el contrario, se limitó a aprovechar las oportunidades que se presentaba en cada una de las fases de la economía en distintos momentos de la historia reciente. Hoy, por ejemplo, ya explotó el ciclo de elevado crecimiento que permitió la megadevaluación y pesificación, socializando pérdidas a costa del resto de la sociedad, y busca ahora una vía rápida de ajuste para sostener su comportamiento especulativo. Por su parte, la corriente liberal sostiene que la existencia de conductas empresarias que denomina “lobbista” o “de captura de rentas” no tiene que ver con características intrínsecas de la burguesía local, sino de políticas económicas erróneas, cuyo origen se ubica en el régimen mercado-internista surgido tras la crisis del ‘30 y consolidado a partir de los gobiernos peronistas.
Ambos enfoques, sostiene López, se unifican en la profunda desconfianza que tienen hacia toda forma de vinculación entre el Estado y la clase empresaria, “ya que cuando esa interacción existe usualmente es para generar beneficios hacia un sector limitado de la sociedad (gobernantes y empresarios poderosos) a costa del resto”. Para los liberales, esa interacción es “a priori sospechosa de ser el resultado o el prolegómeno de algún acto de corrupción o una transferencia de renta”, señala López, para agregar que la corriente de pensamiento de izquierda considera que “es la consecuencia del sometimiento del Estado a las necesidades del gran capital”. En la Argentina, la historia muestra evidencias de ambos tipos de conductas que ante intentos de construir institucionalidad a partir del Estado impulsando un proceso de acumulación sostenido, esa “burguesía fallida” ha buscado frustrarlo para mantener inalterado ese funcionamiento de la economía que le permite una acumulación especulativa de capital. Incluso cuando una facción de esa burguesía intenta apartarse de ese destino es señalada por los propios abanderados de la libertad del capital como cercana al gobierno de turno o marginada de los círculos del poder económico.
En general, todo proceso de industrialización implicó una fuerte transferencia de recursos públicos hacia la naciente burguesía. “La evidencia muestra que la corrupción ha estado presente, en mayor o menor medida, en casi todas las experiencias de industrialización y desarrollo económico modernas”, explica López. Pero destaca a la vez que esos países (Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Alemania, Japón, Corea, entre otros) han alcanzado una estructura institucional que ha impulsado que esa burguesía no se ha quedado en la captura de rentas o en conductas rentísticas, para reconvertirse en una con estrategias competitivas, dinámicas, de expansión, actuando como un factor de estabilidad económica y no de perturbación. No ha sido el caso de “burguesía fallida” de la experiencia argentina.
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