Por Eric Calcagno *
“Todos los problemas del país tienden a empeorar”, afirma un editorialista; la intervención estatal en la comercialización de granos tendrá “consecuencias impredecibles”, sostiene una solicitada; “nada ha cambiado. Los instrumentos con los que nos torturan son los mismos”, señala un representante patronal-rural; “el Gobierno está contra el campo y contra la distribución del ingreso”, dice un representante de la oposición; “hacia un país cada vez más aislado”, “la peor de las derrotas”, “en un clima de violencia y fragmentaciones”, titula un comentador...
Son sólo algunos ejemplos del clima apocalíptico que vivimos a diario en los diarios. Hay problemas, quién lo niega. Los hay en el mundo, los hay en la región, los hay en el país... pero frente a los problemas se los resuelve –o se los disuelve, al gusto de Wittgenstein– a través de la razón política, probable, política y por eso democrática. De allí que la resolución de los problemas deba pasar por la confrontación de proyectos, modelos y argumentos, todos válidos por igual en tanto y en cuanto exista la validación de las urnas. Para nosotros, legalidad es legitimidad; y también legitimidad, legalidad. Por eso el rol del Congreso, de la discusión, la centralidad del ágora como modo de transmisión de la política y de construcción del poder. El territorio.
Porque no es lo mismo pensar que el problema de la pobreza se resuelve con más trabajo en blanco, más industrialización y mayor participación de los asalariados en el ingreso nacional, o con la desregulación de las exportaciones, el dólar barato y la teoría del derrame. No es lo mismo pensar la inserción internacional de la Argentina en términos soberanos, en la construcción regional de sudamérica y en la posición frente al G20 en Londres, que pedir la vuelta de los planes de ajuste del Fondo Monetario Internacional y tener como horizonte nacional el tranquilo sometimiento de próspera colonia rural. La confianza de los quebrados.
Como no es lo mismo, tenemos de un lado y otro ideas argumentos y discursos que pueden ahondar tal o cual aspecto de la cuestión nacional y de la cuestión social, en el marco de las instituciones, del funcionamiento democrático y de la validación por el sufragio universal. La política como sublimadora de la violencia: se llama modernidad. Y es civilizadora.
Pero, ¿qué hacer cuando se esgrimen argumentos que no corresponden a las probabilidades de la razón, sino que apelan a la revelación? Las citas al principio muestran que cierta visión abandona el campo de lo razonable, en términos de discusión de proyectos y de polémica democrática, para adentrarse en figuras pre-modernas. Sobresale así la impronta del apocalipsis, al uso medieval, que explícita catástrofe, exterminio y devastación. En épocas de crisis mundial, de incertidumbre, esta figura reemplaza a la argumentación por la revelación, la razón política por la trascendencia y postula la redención a través del sufrimiento. Nada agradable.
Este pensamiento apocalíptico tiene varias raíces. Una es la tentativa de gran parte de la oposición de rehabilitarse por el fracaso del gobierno de la Alianza, del que fueron su núcleo. El razonamiento es elemental: si todos los gobiernos son malos, su actuación desastrosa no será tan visible: todos fracasamos, nadie fracasa. Pueden aspirar de nuevo al poder. Para ello le tiene que ir mal al gobierno nacional, a cualquier costo y de cualquier manera. Y si la realidad no da verosimilitud a sus argumentos, buenos son los presagios nefastos, los oráculos, las revelaciones. No se remiten a un universo racional, sino a un universo sobrenatural; no prima el razonamiento, sino la creencia. Bien vale la fe, por cierto, en el terreno de las convicciones personales sobre la trascendencia; pero trasladar los mecanismos medievales del apocalipsis a la discusión pública no parece favorecer la posición de la oposición. Con el agravante que como se basan en una revelación, no pueden discutirse. ¿Qué respuesta cabe, si comienzan por afirmar que el Gobierno es satánico? Con esa premisa, es lógico que se opongan a todo, como lo hacen.
Llegamos a la cuestión de fondo. Junto a este propósito de un grupo político, está la decisión del establishment de recuperar el poder que perdió en 2002/2003. Es la pelea de fondo. El establishment cedió el gobierno porque la crisis los superaba y no podían resolverla: sus gerentes ya no funcionaban. Pero ahora el país ha avanzado mucho en su reconstrucción y creen que ya es hora de que vuelva a ser manejado por sus dueños. ¿Qué es eso de que la participación de los asalariados en el ingreso global suba del 34% en 2002, al 43% en 2008? ¿Cómo se estatizó el sistema de jubilaciones, el agua potable, la línea aérea, el correo? ¿Cómo se llega a que los ricos transfieran más ingresos al Estado, que los dedica a los pobres? Es el apocalipsis del establishment, a no dudarlo.
Se ha sostenido que uno de los peores problemas del mundo musulmán fue que históricamente tuvieron primero el renacimiento y después el medioevo. En la civilización occidental la cronología fue la inversa. Por eso llama la atención que ahora los núcleos de la oposición en el ámbito nacional quieran implantar el medioevo en medio del renacimiento que se produjo en 2003. ¿Acaso piensan continuar la obra que tuvieron que interrumpir en 2001? ¿Es ese el propósito desestabilizador de las profecías apocalípticas? ¿Ese será el discurso de campaña? ¿El proyecto para la Argentina? Lo sabremos el 28 de junio.
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