Por Alfredo Zaiat
Es un viejo conocido de los argentinos. En los peores meses previos al estallido de la convertibilidad visitó el país en más de una ocasión. Ocupó uno de los principales cargos de la estructura financiera internacional. Conoció como pocos el funcionamiento del sistema que se derrumbó, no sólo sus aspectos formales sino la profundidad de la trama de intereses y presiones de los poderosos. El fue uno de los protagonistas de esa obra de la globalización. Experto en finanzas, trabajó para bancos y participó activamente en el proceso de reunificación alemana. Fue el número uno del Fondo Monetario Internacional en el período 2000-2004. Hoy es presidente de Alemania. El martes pasado, en el tradicional Discurso de Berlín, que se pronuncia una vez el año en la capital alemana dedicado a un tema general de actualidad, Horst Köhler se confesó: “Voy a contarles una historia sobre mi propio fracaso. Muchos, que conocían el problema, advirtieron sobre el peligro de una crisis en el sistema pero en las capitales de los países industrializados no se oyeron sus advertencias. Faltó la voluntad de imponer la primacía de la política sobre los mercados financieros. Demasiada gente con muy poco dinero pudo poner en movimiento gigantescas palancas financieras. Durante muchos años se logró convencer a la gente de que las deudas eran un valor en sí mismas, sólo había que comercializarlas. Los bancos compraban y vendían cada vez más papeles cuya repercusión no entendían ni ellos mismos. Lo principal era aumentar las ganancias a corto plazo. Los bancos abandonaron los fundamentos de su propia cultura que eran sentido de la estabilidad monetaria, respeto a los ahorristas y pensar a largo plazo. Los bancos olvidaron también el precepto constitucional según el cual la propiedad genera obligaciones. La construcción de pirámides financieras se convirtió en un fin en sí mismo, sobre todo para los bancos de inversión. Con ello no sólo se despidieron de la economía real sino de la sociedad en general, con lo que el problema se convirtió en un asunto de responsabilidad y de decencia. Ahora vemos que el mercado solo no arregla nada. Necesita un Estado fuerte que le imponga reglas. La crisis muestra que la libertad sin fronteras genera destrucción”.
Este impactante testimonio no sólo representa una contrición de uno de los intérpretes del frenesí financiero de las últimas décadas, sino que constituye un valioso documento que ofrece las señales acerca de un cambio de época. Si bien el poder de Wall Street sigue presente, como se reflejó en el plan de rescate de activos tóxicos que preserva a los banqueros del fracaso, ha comenzado una lenta pero persistente corriente de pensamiento en las esferas del liderazgo mundial que, sin romper con el esquema conservador del funcionamiento de la economía, busca recuperar espacios cedidos a esa abstracción denominada mercado.
Esa tendencia es difícil de percibir en el espacio doméstico porque éste sigue dominado por debates de visión pueblerina. El discurso hegemónico continúa con conceptos y visiones del mundo que están siendo desplazados. El caso extremo en la plaza local es la centralidad que tiene el dólar en la vida económica cuando esa moneda ha empezado a ser cuestionada como unidad de reserva a nivel mundial por nada menos que por la potencia emergente, China. También queda expresada en el desprecio a la participación del Estado en la economía cuando asume empresas privatizadas (Aerolíneas Argentinas), revoca el lucro de las finanzas con el dinero previsional de los trabajadores (AFJP), interviene en el esquema de rentabilidades relativas en el campo (retenciones) o estudia la constitución de una Agencia de Comercialización de productos agropecuarios (proyecto postergado).
En cambio, a nivel internacional se empieza a abrir el horizonte que Köhler esbozó en la idea de que “el mercado solo no arregla nada; necesita un Estado fuerte que le imponga reglas”. Otro concepto expresado por el ex número uno del FMI excede el escenario del pensamiento económico y se refiere a una subordinación que provocó el actual descalabro: el abandono de “la voluntad de imponer la primacía de la política sobre los mercados”. Esta última idea genera escozor en la secta de economistas del establishment doméstico, que confunden deseo con rigurosidad analítica acumulando así un compendio de desilusiones. Esa irritación la han estado manifestando sin pudor en sus visibles recorridas por gran parte de los medios de comunicación, pero con más intensidad en la cálida recepción que el mundo empresario le tributa en forma permanente. De esa forma se va instalando la idea de recuperar el mercado para frenar el avance del Estado, mayor participación del sector público en la economía que se expresa vulgarmente como “hacer caja”. Por ese camino se obtura la necesaria evaluación y crítica a la forma de intervención estatal por parte de la administración kirchnerista y, por lo tanto, la búsqueda de caminos superadores. La propuesta que emerge de ese rechazo a la participación del sector público es la de una regresión a un modelo que ha demostrado su fracaso, además de transitar a contramano de la tendencia que trata de abrir paso en los países centrales.
Una de las claves para comprender los motivos de esa perseverancia para que la economía domine la política se encuentra en el objetivo de restringir la democracia. Esa es la concepción básica para el funcionamiento de la sociedad que propone la ortodoxia. Para esas nutridas patrullas perdidas de la caída del Muro de Wall Street que deambulan por la Argentina, la democracia sólo funciona con reglas de juego estables si la política se subordina al mercado. El economista francés y profesor del Institut d’Etudes Politiques de París, Jean-Paul Fitoussi, explicó en La democracia y el mercado (Paidós, 2004) que “llama la atención dos hechos sorprendentes en el marco general del análisis que sirve de referencia a la valoración de las políticas económicas. Primero, las políticas económicas se valoran como si fuesen independientes del nivel de desarrollo del país en cuestión. Segundo, que esas mismas políticas son igualmente independientes del ámbito de la democracia”. Esto significa, según Fitoussi, que “el marco de la política económica debería ser independiente de la inspiración doctrinal de los gobiernos, es decir, de las preferencias colectivas expresadas por los electores”.
En los últimos dos años, en América latina se ha verificado en forma abierta ese pensamiento conservador en más de una experiencia, donde el “mercado, manifestación de variados reclamos del poder económico, ha puesto en jaque a gobiernos elegidos con legitimidad por las mayorías exigiendo ‘consensos’, ‘paz social’ y ‘tolerancia’”. Fitoussi se pregunta si el mercado es compatible con la democracia. Su respuesta negativa está basada en que, en teoría, el mercado no es compatible con ninguna forma de gobierno ni con la democracia ni con la oligarquía ni con la dictadura. “¿Acaso no enseñamos en la teoría de los mercados perfectos que toda intervención del Estado reduce la eficacia de la economía?”, señala, para destacar que “la función de gobernar interfiere por naturaleza con los mecanismos del mercado”. Por ese motivo, el discurso de los defensores del mercado es antiestatal, afirmando que el gobierno es un mal necesario y, por lo tanto, hay que limitar su imperio. A partir de esa base estructural expresan diferentes latiguillos, como la excesiva cantidad de empleados públicos, la existencia de elevados impuestos, la permanencia de un generoso sistema de protección social o el abuso de las regulaciones estatales. Su principal argumento, señala Fitoussi, es que “cuanto menos gobierne el gobierno, mejor le irá al mercado”. La principal consecuencia de esa concepción radica en que ésta se traduce en una negación global de la política. “Ya no son la política, el derecho y el conflicto los que deben gobernar la sociedad, sino el mercado”, cuestiona Fitoussi.
El actual proceso político y económico local refleja esa tensión, donde una fuerza quiere reinstalar al mercado como eje ordenador de la sociedad, ignorando lo que está pasando en el mundo global en crisis, mientras que otra esquiva el debate para ampliar espacios a partir del fundamental avance que ha tenido la participación del Estado en la economía.
Es un viejo conocido de los argentinos. En los peores meses previos al estallido de la convertibilidad visitó el país en más de una ocasión. Ocupó uno de los principales cargos de la estructura financiera internacional. Conoció como pocos el funcionamiento del sistema que se derrumbó, no sólo sus aspectos formales sino la profundidad de la trama de intereses y presiones de los poderosos. El fue uno de los protagonistas de esa obra de la globalización. Experto en finanzas, trabajó para bancos y participó activamente en el proceso de reunificación alemana. Fue el número uno del Fondo Monetario Internacional en el período 2000-2004. Hoy es presidente de Alemania. El martes pasado, en el tradicional Discurso de Berlín, que se pronuncia una vez el año en la capital alemana dedicado a un tema general de actualidad, Horst Köhler se confesó: “Voy a contarles una historia sobre mi propio fracaso. Muchos, que conocían el problema, advirtieron sobre el peligro de una crisis en el sistema pero en las capitales de los países industrializados no se oyeron sus advertencias. Faltó la voluntad de imponer la primacía de la política sobre los mercados financieros. Demasiada gente con muy poco dinero pudo poner en movimiento gigantescas palancas financieras. Durante muchos años se logró convencer a la gente de que las deudas eran un valor en sí mismas, sólo había que comercializarlas. Los bancos compraban y vendían cada vez más papeles cuya repercusión no entendían ni ellos mismos. Lo principal era aumentar las ganancias a corto plazo. Los bancos abandonaron los fundamentos de su propia cultura que eran sentido de la estabilidad monetaria, respeto a los ahorristas y pensar a largo plazo. Los bancos olvidaron también el precepto constitucional según el cual la propiedad genera obligaciones. La construcción de pirámides financieras se convirtió en un fin en sí mismo, sobre todo para los bancos de inversión. Con ello no sólo se despidieron de la economía real sino de la sociedad en general, con lo que el problema se convirtió en un asunto de responsabilidad y de decencia. Ahora vemos que el mercado solo no arregla nada. Necesita un Estado fuerte que le imponga reglas. La crisis muestra que la libertad sin fronteras genera destrucción”.
Este impactante testimonio no sólo representa una contrición de uno de los intérpretes del frenesí financiero de las últimas décadas, sino que constituye un valioso documento que ofrece las señales acerca de un cambio de época. Si bien el poder de Wall Street sigue presente, como se reflejó en el plan de rescate de activos tóxicos que preserva a los banqueros del fracaso, ha comenzado una lenta pero persistente corriente de pensamiento en las esferas del liderazgo mundial que, sin romper con el esquema conservador del funcionamiento de la economía, busca recuperar espacios cedidos a esa abstracción denominada mercado.
Esa tendencia es difícil de percibir en el espacio doméstico porque éste sigue dominado por debates de visión pueblerina. El discurso hegemónico continúa con conceptos y visiones del mundo que están siendo desplazados. El caso extremo en la plaza local es la centralidad que tiene el dólar en la vida económica cuando esa moneda ha empezado a ser cuestionada como unidad de reserva a nivel mundial por nada menos que por la potencia emergente, China. También queda expresada en el desprecio a la participación del Estado en la economía cuando asume empresas privatizadas (Aerolíneas Argentinas), revoca el lucro de las finanzas con el dinero previsional de los trabajadores (AFJP), interviene en el esquema de rentabilidades relativas en el campo (retenciones) o estudia la constitución de una Agencia de Comercialización de productos agropecuarios (proyecto postergado).
En cambio, a nivel internacional se empieza a abrir el horizonte que Köhler esbozó en la idea de que “el mercado solo no arregla nada; necesita un Estado fuerte que le imponga reglas”. Otro concepto expresado por el ex número uno del FMI excede el escenario del pensamiento económico y se refiere a una subordinación que provocó el actual descalabro: el abandono de “la voluntad de imponer la primacía de la política sobre los mercados”. Esta última idea genera escozor en la secta de economistas del establishment doméstico, que confunden deseo con rigurosidad analítica acumulando así un compendio de desilusiones. Esa irritación la han estado manifestando sin pudor en sus visibles recorridas por gran parte de los medios de comunicación, pero con más intensidad en la cálida recepción que el mundo empresario le tributa en forma permanente. De esa forma se va instalando la idea de recuperar el mercado para frenar el avance del Estado, mayor participación del sector público en la economía que se expresa vulgarmente como “hacer caja”. Por ese camino se obtura la necesaria evaluación y crítica a la forma de intervención estatal por parte de la administración kirchnerista y, por lo tanto, la búsqueda de caminos superadores. La propuesta que emerge de ese rechazo a la participación del sector público es la de una regresión a un modelo que ha demostrado su fracaso, además de transitar a contramano de la tendencia que trata de abrir paso en los países centrales.
Una de las claves para comprender los motivos de esa perseverancia para que la economía domine la política se encuentra en el objetivo de restringir la democracia. Esa es la concepción básica para el funcionamiento de la sociedad que propone la ortodoxia. Para esas nutridas patrullas perdidas de la caída del Muro de Wall Street que deambulan por la Argentina, la democracia sólo funciona con reglas de juego estables si la política se subordina al mercado. El economista francés y profesor del Institut d’Etudes Politiques de París, Jean-Paul Fitoussi, explicó en La democracia y el mercado (Paidós, 2004) que “llama la atención dos hechos sorprendentes en el marco general del análisis que sirve de referencia a la valoración de las políticas económicas. Primero, las políticas económicas se valoran como si fuesen independientes del nivel de desarrollo del país en cuestión. Segundo, que esas mismas políticas son igualmente independientes del ámbito de la democracia”. Esto significa, según Fitoussi, que “el marco de la política económica debería ser independiente de la inspiración doctrinal de los gobiernos, es decir, de las preferencias colectivas expresadas por los electores”.
En los últimos dos años, en América latina se ha verificado en forma abierta ese pensamiento conservador en más de una experiencia, donde el “mercado, manifestación de variados reclamos del poder económico, ha puesto en jaque a gobiernos elegidos con legitimidad por las mayorías exigiendo ‘consensos’, ‘paz social’ y ‘tolerancia’”. Fitoussi se pregunta si el mercado es compatible con la democracia. Su respuesta negativa está basada en que, en teoría, el mercado no es compatible con ninguna forma de gobierno ni con la democracia ni con la oligarquía ni con la dictadura. “¿Acaso no enseñamos en la teoría de los mercados perfectos que toda intervención del Estado reduce la eficacia de la economía?”, señala, para destacar que “la función de gobernar interfiere por naturaleza con los mecanismos del mercado”. Por ese motivo, el discurso de los defensores del mercado es antiestatal, afirmando que el gobierno es un mal necesario y, por lo tanto, hay que limitar su imperio. A partir de esa base estructural expresan diferentes latiguillos, como la excesiva cantidad de empleados públicos, la existencia de elevados impuestos, la permanencia de un generoso sistema de protección social o el abuso de las regulaciones estatales. Su principal argumento, señala Fitoussi, es que “cuanto menos gobierne el gobierno, mejor le irá al mercado”. La principal consecuencia de esa concepción radica en que ésta se traduce en una negación global de la política. “Ya no son la política, el derecho y el conflicto los que deben gobernar la sociedad, sino el mercado”, cuestiona Fitoussi.
El actual proceso político y económico local refleja esa tensión, donde una fuerza quiere reinstalar al mercado como eje ordenador de la sociedad, ignorando lo que está pasando en el mundo global en crisis, mientras que otra esquiva el debate para ampliar espacios a partir del fundamental avance que ha tenido la participación del Estado en la economía.
1 comentario:
Je...esto no lo lee ni Cristina. Ni Florkis lo lee!!!
Abrazo
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