miércoles, 21 de enero de 2009

Nacido el 20 de enero

Por Mario Wainfeld
Barack Obama es un gran orador, de manejo extraño para el ojo argentino. No levanta casi nunca la voz (ni siquiera cuando culmina su discurso con el consabido “God bless...”), gesticula apenas, su rostro concede poco a la sonrisa o al gesto enconado. La notable expresividad finca en la palabra, en el absoluto dominio escénico, en el parco control de las pausas. Ayer se plantó ante una multitud fervorosa, que le ponía calor popular a una tarde gélida. Habló para ellos y para el mundo que lo miraba en directo. A fe que hizo lo mejor que podía hacer, en el acotado marco de lo posible.
El arranque fue institucional, también exótico para nuestros cánones: le agradeció a George Bush sus años de servicio y la cooperación durante la transición. Lo cortés no quitó lo valiente, sin cambiar el tono pasó a diseccionar lo que por acá suele apodarse “la pesada herencia”. Dejó constancia: llega en medio de una crisis económica, con guerras exteriores y atravesando una flagrante pérdida de liderazgo. Pintó los daños sufridos por el pueblo, las pérdidas de trabajo y de hogares, las magras jubilaciones, las penurias del servicio de salud.
Tomó distancia, señaló causas, obvió verbalizar personalizaciones, le sobró con fustigar “la irresponsabilidad de algunos”. Fue más sutileza que sustracción: quedaba claro quiénes eran “algunos” por la mera enumeración de las dificultades y de su cercana génesis.
Prefirió embanderarse en las vastas tradiciones de su país que confinarse en la mención de su partido o de sus líderes, aun de los más dignos de recordación. Nombró al pueblo varias veces, casi tantas como a la nación. Aludió a sus orígenes pero no se engolosinó en machacar la novedad. El primer presidente negro, en los pagos del KKK y del macartismo, dio por hecha su epifanía con su pura presencia y se consagró a sumar.
Pronunció un discurso inobjetable, con bastante más énfasis en el lugar del presidente que en el de comandante en jefe.
No abundó en novedad ni anuncios. Seguramente la frase más resonante en los casi veinte minutos que parecieron cinco fue aquella en que prometió tender la mano a todos en el mundo, aun a aquellos que tienen el puño cerrado, si lo abren.
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El régimen político norteamericano, sustentado en el voto voluntario y en la elección indirecta del presidente, propende (en acción) a ser capcioso y elitista.
Los ricos y educados son más constantes para votar, lo que acentúa las desigualdades inherentes a la sociedad capitalista. El sufragio voluntario es censitario en los hechos, ahonda la preeminencia de los más dotados en dinero o en competencias culturales.
En casi ningún estado hay representación proporcional para los electores presidenciales. La existencia de pertenencias partidarias perdurables determina que los loosers cantados no se esmeren en pos del voto flotante de muchos estados, esos que los mapitas mostraban como férreamente azules o colorados. Así las cosas, funcionan como calificados los votos en un puñado de estados.
La campaña de Obama no pateó ese tablero pero lo enriqueció, añadiéndole tono de época, mística y participación, dentro de lo virtual disponible. Sacó de sus hogares a muchos desencantados negros y jóvenes que poblaron sus actos y fueron a votarlo. Y se valió de los adelantos técnicos para añadir un rebusque para conseguir por una vía alternativa millones de dólares que sin ellos ni se gana, ni se compite.
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Hollywood inspiró la escenografía del ataque a las Torres Gemelas, cómo no iba a incidir en la puesta en escena de ayer. La cantante negra Aretha Franklin, con un sombrero XL, fue toda una alusión. Una ensemble musical con apellidos hispanos, judíos, un oriental y un negro conjugó un estreno con la corrección política. Hubo, como de rigor, plegarias y la vieja liturgia del juramento. La sombra de Martin Luther King, las raíces del presidente y el fervor masivo le dieron al acto una grata peculiaridad, que podría hacer tendencia en otras latitudes. La historia funciona por sincronía, por oleadas, hasta por imitación o modas, máxime en una era en la que todo se convive en tiempo real.
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No todo tiempo pasado fue mejor: cuatro años atrás, George W. asumía, reelecto plebiscitariamente, con manifestaciones en su contra en todo el mundo, inclusive en su país.
La guerra de Irak fue seguramente la más resistida de la historia, condenada por muchedumbres aun en los países que la emprendieron. Esa desautorización ética y política no alcanzó para frenarla pero no fue inocua, como se fue viendo.
Hace menos de seis años, se reunieron en las islas Azores, Bush, Tony Blair y José María Aznar, vanguardias de esa cruzada impía. Estaban en el cenit de sus carreras y de su soberbia. El inglés (un cuadro político de nivel tanto como un converso ideológico), hasta ahora, es el que hizo el mutis menos torpe. El español y el gringo (fundamentalistas de una derecha sanguinaria, intolerante y preverbal) cayeron sin gracia junto al sistema económico financiero que consintieron, que se pinchó como un globo y que deja al centro del mundo en la peor coyuntura de décadas.
Obama llega con la promesa de promover algo diferente, en un trance de enorme convulsión que encuentra al Primer Mundo sin líderes de fuste. En Europa sólo Nicolas Sarkozy (un dirigente de derecha dura, audaz y vivaracho para moverse, con apetencias de trascender las fronteras) tiene arrestos vivaces y ambición global. La pesada institucionalidad de la Unión Europea genera una paradoja narcotizante para la acción colectiva: la presidencia de la República Checa, enclave euroescéptico como el que más.
Obama reverbera en medio de tanta chatura. En la política doméstica norteamericana, su advenimiento es un castigo a la derecha rancia, al conservadurismo parroquial protagonizado por Bush. Ese es su mandato, ésa fue su bandera de campaña, tal fue su síntesis (“la esperanza contra el miedo”) y ése será su reto. Lo convalidó, en un avance histórico imborrable para su nación y para el mundo, su pueblo votando. El presidente flamante le puso un rizo ayer hablando como un estadista democrático que abre escenarios, congrega multitudes y no muestra flancos a sus adversarios.
Fue un gran candidato, estuvo lujoso al asumir, lo más rudo le queda por delante.
Puertas para afuera, las condicionantes son mayores, los márgenes de la política, más estrechos. El silencio de Obama ante el feroz ataque israelí a poblaciones civiles en Gaza puede ser un mal presagio, una señal de que el cambio tiene límites muy poco elásticos.
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Toda memoria ensambla recuerdos y olvidos. Obama embelleció la tradición americana aludiendo a tópicos como la lucha contra los totalitarismos o elevando al Parnaso a los enterrados en Arlington, ese cementerio de cruces tan blancas y césped tan verde, tan yanqui en su estridente ascetismo. Pero la mejoró cuando la ligó al liderazgo mundial por ejemplaridad y no por uso de la fuerza, descalificando el uso de la tortura, uno de las mayores atropellos de Bush a la condición humana, lo que ya es decir.
El Presidente de la máxima potencia de la historia universal prometió un futuro mejor, una ruptura con el ominoso presente, en tanto enalteció el pasado común. Un modo elegante de entrelazar el cambio y la continuidad, un arabesco tan esquivo a los usos argentinos actuales.
Unas horas antes, había dicho algo menos convencional en el Lincoln Memorial, otro escenario rebosante de historia. Aquel en que Luther King pronunció frases inolvidables e inmejorables. Y aquel en que Forrest Gump (inspirador involuntario de la retórica de ciertos presidenciables argentinos) se metió en la piscina para acercarse a su amada Jenny. En ese marco fastuoso, de elaborada simplicidad, Obama dijo que “maybe, just maybe” las cosas podrían mejorar con su gobierno. Una frase exótica pues los políticos (parafraseando un proverbio criollo) están condenados a decir que sus países están condenados al éxito. Ni qué hablar de un presidente de Estados Unidos.
Pero, acaso, Obama tocó la tecla exacta. La política es, en verdad, generación de escenarios, de posibilidades, de virtualidades, de mutaciones siempre puestas en riesgo o en duda.
La derrota de Bush fue un paso adelante en el mundo. El resto, la expectativa de aires distintos... maybe, just maybe. O, como le pinta expresar a este cronista en otro confín del globo: tal vez, sólo tal vez, nada menos que tal vez.

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